Comentario de Fernando Carbonell sobre J. Maya

 

La primera pintura que vi de Jerónimo Maya figuraba un cuerpo. Casualidad. De mujer. Sencillo y rotundo. Fijándose, se perfilaba sutilmente la cintura, esa articulación de corrientes, por donde, se diría, bandadas de pájaros entran y salen, a veces, del cuerpo. Jerónimo fue fraguando su pintura en Bellas Artes de la Universidad Complutense, y en París luego, y en el resto de los mundos. Una indagación constante y una curiosidad permanente, valiente aventura.

Decían los chinos antiguos (y quién no) que el poeta, el calígrafo y pintor, debe tener sólo dos maestros supremos: los clásicos y la naturaleza.

Si cultura es, como se ha dicho, lo que sale después de haberse, todo lo aprendido, olvidado, la pintura de Maya sale de una profunda y extensa cultura. No aparecen en ella citas de clásicos, ni alusiones, ni repeticiones. Pero salen ecos, resonancias de cosas pasadas, presagios del tiempo que queda. Salen. Como las bandadas de pájaros, se diría, a veces, por la cintura, del cuerpo.

Jerónimo ha rodado su pintura por caminos y fronteras… Por la Feria internacional de Málaga, por Francia, Baux, de la Provenza, junto a la Camarga, hasta donde rodaron los filósofos judíos expulsados de Córdoba en el siglo XII y crearon allí la Cábala, el pensamiento secreto de lo inexpresable divino; donde todo son nombres. Y líneas.

Los clásicos y la naturaleza… En esta pintura, se ha visto mucho. Se ha visto la abundancia, el aparente desorden de la apariencia, donde el amor se entresija con la ira, la libertad con el engaño, la justicia se extravía… Pero no es una visión pasiva. En esta pintura se quiere mucho, salen las bandadas de aves y deseos de dentro y tiñen los aires, se diría, como al atardecer, y en sus vueltas y revueltas transmutan la tierra. La cintura, esa articulación de corrientes, y los golfos de las corvas, en las costas, en su acogimiento, los dejan pasar, como los estrechos, en los mares. Y el talón. Pasa. Naturaleza viva.

Jerónimo tiene su estudio y casa con su padre Antonio, maestro-no-maestro secreto, maestría invisible, en un encinar de la Sierra de Madrid. He estado. ¡Qué belleza! En seguida pensé en el encinar de Mamre. Y en aquel otro, el lugar, por excelencia. Donde el joven Jacob, el patriarca, apoyó su cabeza. Y su cuello, ese paso de corrientes, yació en la piedra, y corrió y corrió, fluyendo, la vena del sueño. Soñó… en una escalera hasta el cielo, una escalera por donde subían y bajaban las criaturas.

A medianoche, pero también en esas noches que albergan los sueños del pleno día, en el estudio, entre botes, tejidos y sustancias, convoca a la naturaleza el alquimista. Y vuelve allí a hacerse la luz. Viene, viene la bauxita. Se hace el lapislázuli. Montañas oscuras de bauxita se levantan con un rubor de púrpura de Tiro del fondo del mar.

Hubo un tiempo, en que entre las poderosas fuerzas “abstractas, sin conciencia, vaporizadas, que se forman y deforman según los estímulos, horadando en la memoria como”… gusanillo en un cuerpo atemporal, me decía Jerónimo, aparecía, entonces, en sus pinturas, un pequeño ojo: fijo, ensimismado en su misma lejanía, inmediata y remotísima. No aparece ese ojo en las últimas obras. No. Ahora, pigmentos, arañazos y desgarros parecen haberse adherido como lapas, se diría, a materiales de desecho erosionados por las olas, cartones acarreados entre vientos por sintecho, donde la luz de las estrellas se hace límpida, transparente y visionaria, ahora, en el ojo del espectador. Enfrente.

Fernando Carbonell

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